“Todo va bien”
“Mierda, llego tarde. Corre Penélope, corre. No pienses en las cutículas y en tu maquillaje apto para una survival zombie. Hoy es el día de Géminis, todo va bien”. Esquivo coches y caca de perro con mis tacones de cinco centímetros y pienso, “esta vez no habrán muchas candidatas. Este casting me lo ventilo en media hora”.
Doce minutos de laberinto, giro a la izquierda y distingo, a lo lejos, un rebaño con decenas de ovejas. Por lo menos no necesito google maps para encontrar el local. Porque Señoras y Señores, mi ánimo no decae. Todavía no tiro el juego de toallas. Yo soy capaz de llegar a la tropa y preguntar en voz alta – ¿Es aquí el casting? – Silencio aplastante. Nadie responde. Bueno, una mujer de unos sesenta años me tira el humo de su cigarro a la cara y lo interpreto cual respuesta afirmativa. No se ha dado cuenta que es la única mujer con más de treinta y cinco años. Ojalá me toque hacer el acting con ella. Me gusta la gente entusiasta.
Entro con dificultad al local y escribo mis datos personales proyectando mensajes positivos al universo, “el papel es para mí. El resto de actrices están perdiendo el tiempo. Va bien. Todo va bien”. Dejo mi ficha en la mesa de Ikea y saludo proyectando. Hablar en alto siempre me ha relajado. La mujer que ejerce el oficio de “Recepcionista”, que por alguna razón no se le puede llamar así, me dice amablemente – Pasáis en grupos de cuatro – Yo sonrío mientras busco algo que me sirva de asiento, cuando una chica deja su perro miniatura en el suelo y protesta – ¡A la mierda! Llevo cuatro horas esperando. Esto es indignante ¡Vámonos, Siri! – Las actrices, al descubrir el cabreo de su compañera, se lanzan miradas entre ellas, el murmullo se convierte en ruido, las que están en la calle pasan dentro y, en un pis pas, las candidatas al casting de publicidad están pateando el mobiliario del local, como si no hubiera un mañana. Golpean la máquina de café y rajan cuadros con la cara de James Dean y Audrey Hepburn. Queman las fichas y las tiran al aire creando un espectáculo de pirotecnia precioso. Las más agresivas aporrean la puerta de la habitación dónde está la directora de casting con una actriz, que prefiere no desconcentrarse y muestra a cámara las palmas de sus manos. Las pasivas ante la barrikada, damos saltos de cabra montesa ocupando las sillas vacías y dejando claro que, pase lo que pase, nosotras hacemos el casting. Hasta la “Recepcionista”, ajena a tremendo asalto y ensimismada en sus quehaceres, da una patada a una planta de plástico. El tiesto sale rodando hasta chocar contra mis zapatos y me doy cuenta que en mi carrera de flamenca taconeando por las calles de Madrid, no he logrado esquivar todos los desechos de perro. Sólo damos por concluida nuestra catarsis, cuando la fumadora de sesenta lanza su móvil al cristal de la ventana con ánimo de romperlo. Las Amazonas, despeinadas y jadeantes, miran el móvil esparcido por toda la sala y se retiran.
Últimamente, no entiendo por qué no hay vendedores de celvesa a un eulo en los castings de publicidad. Sobre todo para generar un ambiente más hogareño. Se podría plantear al Sindicato. Tras varias vueltas al minutero, la directora de casting sale del zulo y nos avisa amablemente que podemos pasar de una en una.
Y yo, Penélope Pérez, pienso, “todo va bien”.
“El día que yo nací”
Conversación entre mi madre y la doctora, en el momento de mi nacimiento:
– Señora, ha tenido una actriz.
– ¿Cómo lo sabe, doctora?
– Está riendo por no llorar.
– ¿No será bipolaridad? Tengo un tío por parte de mi madre que…
– No insista, señora. Fíjese. Ahora le ha dado por cantar.
– Pero si acaba de nacer.
– Seguramente aprendió antes de salir.
– Pero, ¡¿es cierto lo que veo?!
– Sí. Está mirando fijamente el teléfono.
– Y sin parpadear.
– Espera la respuesta de un casting.
– ¿Y qué me receta, doctora?
– Quererla, quererla mucho. Incluso cuando quiera matarla.
– No sé si podré.
– Ánimo, señora. Cuenta con grupos de apoyo para familiares directos de actores y actrices.
– Si es que casi no puedo escuchar lo que me dice, doctora. La niña habla muy alto.
– Es normal, está proyectando. No se preocupe, ahora le dejo un par de tapones y un problema menos.
– Pero… Doctora…
– Dígame.
– ¿Y si no lo consigue?
– ¡Calle! Eso ni lo piense. Ella es consciente de la fragilidad del asunto. A veces bailará para distraerse. Usted sígale la corriente. Le dará por leer, por escribir, hablará sola frente al espejo, pero, déjela tranquila. Que ella sienta que todo es normal. Incluso le dará por beber. Sólo si ve que lo realiza sistemáticamente y constantemente en soledad, entonces, actúe. Llámeme y juntas buscaremos la solución.
– Doctora, ¿podré ser abuela?
– ¡Por supuesto que sí! Suelen tener mucha química con los niños. Pero…
– ¿Qué, doctora?
– Existe la posibilidad que sean de padres distintos. Enseguida se aburren y no todo el mundo está capacitado para enamorarse de una actriz. A no ser que el cónyuge comparta la misma locura, quiero decir, profesión.
– Ay, doctora, ¿qué he hecho yo para merecer esto?
Entonces ahí, en ese preciso instante, la sangre de chica Almodóvar apoderó mi cuerpo recién nacido. Ofrecí a mi madre y a la doctora una de mis mejores sonrisas – aún sin dientes – y salí del hospital con ganas de comerme el mundo. Porque sabía que si yo no actuaba, sería él quien me comería a mí.
– ¿No la detengo?
– Ya es tarde
– Gracias por todo.
– Suerte Señora. Y mucha mierda.