Hay una curiosa coincidencia en la crítica sobre La ciudad de las mentiras que la compositora Elena Mendoza estrenó el pasado febrero en el Teatro Real. El resumen de la misma podría ser que la obra no está mal, por tanto si no está mal, es que estará bien. Críticas que parecen querer decir algo más, ser más incisivas, más malévolas, pero que por algún motivo, y en ausencia de Mortier que la encargó, parece que no se atreven, que se muerden la lengua. Y apelan a las referencias (Kagel es la que más reponen), o a las figuras usadas para componer o a la forma de hacer en escena.
Pues sí, como en alguna crítica se dice, se echa de menos a Mortier para echar leña al fuego y hacer arder esta “ciudad de las mentiras”. Porque si algo pide esta obra no es condescendencia ni tibieza. Pide valentía. La que en reciprocidad merece declararse contemporáneo, musicalmente hablando, y ejercerlo, que es lo que ha hecho su compositora junto con el resto del equipo artístico.
El problema es que la contemporaneidad no lo permite todo. No consiste en hacer de mi capa un sayo. Onetti, autor de los cuentos en los que se basa esta ópera, es un escritor que parece críptico, por complejo, por extraño, por raro, a pesar de su canónica forma de componer un relato. Pero es claro. Esa claridad no se ve en escena hasta que uno lee el programa de mano bueno, ni siquiera. Se identifican personajes, se identifican situaciones, pero no la trama, ni el relato, ni si quiera esa ciudad inventada para poder vivir la realidad.
Entonces, ¿qué queda? Quedan momentos. Momentos bien realizados y construidos. Ideas felices perfectamente resueltas, desde el punto de vista escénico y musical. Imágenes. Como ese barman/camarero que hace música con bandejas, vasos, etc. O esa acordeonista que minimiza el tocar el acordeón a percutirlo y a hacer vibrar su fuelle. Y frases sueltas que parecen no decir nada, pero que dichas, susurradas o cantadas suenan bonito, al menos para un oído acostumbrado a lo contemporáneo, sobre la textura musical creada.
Nada de esto permite quitarse la sensación, la terrible sensación, de que esto ya se había visto y oído antes. De que el tiempo de lo que se ve en escena pertenece a un tiempo pretérito, aunque sea recientemente pasado. Hasta la polémica entre si decir y susurrar es o no cantar. Por favor, solo hay que escuchar algunos clásicos de repertorio que tanto gustan y agotan entradas para ver que es un recurso recurrente de la ópera y lo único que varia es la intensidad con la que se usa el mismo.
Todo ello pasa porque lo importante en esta propuesta no es lo qué se cuenta, se canta y se toca sino el cómo se cuenta, se canta y se toca. Como muy bien explican en el programa. El proceso de montaje ha sido, por la forma de trabajo elegida, más importante que la obra en sí. Algo, por cierto, muy contemporáneo en términos artísticos. Y, si bien es cierto, que los equipos multidisciplinares tienen más posibilidades de acertar en su objetivo, como se comprobó en la Segunda Guerra Mundial derrotando a Hitler, no ha sido este el caso.
Así que hay que quedarse con una música que sin decir mucho para un profano, es verdad que la orquesta la hacer sonar bien bajo la batuta de Titus Engel. De nuevo, una música valiente pues se arriesga por el lado de la percusión, que no siempre funciona en el Teatro Real. Igual de valiente que la propuesta, que no buscaba la complacencia aunque tampoco la confrontación que algunos han pretendido azuzar. Sino proponer una ópera de hoy, pero una ópera, de hoy y de siempre, necesita una dramaturgia y personajes con objetivos que permitan el conflicto en escena, por muy extraño que este sea, incluso para representar la ausencia del mismo, incluso para hacer una performance. Algo que hasta Marina Abramović, la reconocida perfomer contemporánea, tuvo en cuenta al subirse a este mismo escenario.